Fue hace dos años cuando no era más que una adolescente ilusionada y asustada que empacaba su vida hacia una ciudad que albergaba miles de sueños y experiencias. Londres, tan llena de oportunidades y diversidades, pero a la vez tan fría y solitaria, me hizo crecer.

Aún recuerdo el agobio cuando no entendía ni una sola palabra del inglés que no creía llevar tan mal. La inseguridad cuando sonaba el teléfono, la desconfianza cuando entregaba un curriculum, y, en definitiva, el miedo a fracasar en una aventura en la que has puesto tanta ilusión y decisión.

Me enfrentaba a un país y una cultura diferente, comenzaba una nueva vida en donde mis primeros días me encontraba inmersa en un ritmo frenético y una ciudad caótica en la que muchos momentos echas en falta el calor de los tuyos. Pero de repente, miras atrás, y te das cuenta de que la adaptación es cuestión de tiempo, valor y, fundamentalmente, confianza en uno mismo.

Mi primera experiencia laboral


Era un sitio español, algo que me tranquilizó débilmente a la hora de enfrentarme a ese temido primer día, en el que a pesar de ello, los nervios seguían a flor de piel.

Cuando llegué, directamente me dieron el uniforme y sin entrevista de por medio, un chico francés que hablaba español me hizo el training durante tres horas mientras que la manager supervisaba todo lo que hacía.
El tener bastante experiencia de camarera y que apenas tuve que hablar inglés hizo que saliera bastante contenta de aquella primera toma de contacto.
Finalmente me dijeron que mi forma de trabajar les había gustado, así que después de casi tres semanas en Londres lo había conseguido.

De ilusionada a despedida

Muchas horas y mal sueldo, pero nada de eso importa cuando trabajas con gente agradable, cada día aprendes algo, cuando empiezas a desenvolverte en un idioma que no es el tuyo, y cuando consigues algo de lo que al principio no te crees capaz.

Si tuviese que destacar una experiencia llamativa en mi estancia en Londres, sin duda, hablaría de ese primer trabajo. Fue intenso y, en cierta manera, me sentí como en casa, pero duró menos de lo que quise porque una mañana cualquiera en la que llegamos a trabajar nos comunicaron que la empresa había entrado en bancarrota y que estábamos todos en la calle sin habernos avisado con antelación y sin cobrar el sueldo de todo aquel mes.

Una ventana abierta

Y así fue como aprendí a valorar lo que tenía, porque después de apenas dos meses trabajando, vi que todo lo que había conseguido se desvanecía de un día para otro sin tan siquiera esperarlo.
Vi como todos, inexpertos y casi recién llegados a Londres, pero al fin asentados, teníamos que volver a empezar de nuevo. Momentos duros en lo que solo querías coger tus maletas y volver a casa, pero afortunadamente resistí. Creo que todos lo hicimos.
Ahora miro atrás y recuerdo lo mal que lo pasé, pero también sé que cuando Dios te cierra una puerta te abre una ventana, algo mucho mejor estaba esperándome, y es el trabajo en el que sigo desde entonces.

Considero que querer es poder, que todo, con ánimo y empeño se consigue, y que si de algo me sirvió esa horrible experiencia fue para para brindarme la oportunidad de encontrar algo que merecía más la pena, y para asegurar que Londres es una ciudad que te envuelve, que te cautiva, que lo más impensable, bueno o malo, te sucede en el momento más inesperado, pero que sobre todo te hace crecer. Hoy, dos años después, puedo asegurar que de la niña que aterrizó con tantas dudas no queda nada, y que el camino ha sido duro, repleto de decepciones y alegrías, pero ha servido para hacerme más fuerte y para enfrentarme día a día, con madurez, algo más de experiencia y coraje a todo lo que esta encantadora y emocionante ciudad desee ofrecerme.

Escrito por Sandra Paz